Con los años, nuestro cuerpo cambia en muchos niveles. Uno de los más invisibles, y al mismo tiempo más determinantes para la salud, es la inflamación de bajo grado que se acumula con la edad. A este fenómeno se le llama inflammaging, un término que une “inflamación” y “envejecimiento”. Aunque no se note en el día a día, está muy ligado al modo en que envejecemos y a la aparición de muchas enfermedades crónicas.

El inflammaging es una inflamación persistente, silenciosa y de bajo nivel que aparece con la edad, incluso cuando no hay infecciones. No es algo puntual, sino un estado continuo que se va instalando con el paso de los años.
Se considera uno de los motores del envejecimiento biológico porque afecta al sistema inmune, a los tejidos y a la capacidad del organismo para repararse. No significa que toda inflamación sea negativa (de hecho, la inflamación puntual es un mecanismo de defensa muy útil), sino que cuando se mantiene de forma crónica, empieza a “desgastar” al cuerpo desde dentro.
A lo largo de la vida estamos expuestos a pequeñas agresiones: contaminación, radiación solar, infecciones, estrés, mala alimentación… Todo esto genera lo que se conoce como estrés oxidativo, una especie de “oxidación interna” que daña a las células y favorece la inflamación de bajo grado.
Además, con el paso de los años nuestro organismo ha tenido que enfrentarse a miles de virus y bacterias. Cada encuentro deja una “huella” en el sistema inmune: esto es la carga antigénica. Esa acumulación de recuerdos de batallas pasadas acaba pasando factura, porque mantiene al sistema inmune en un estado de actividad constante.
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Con la edad, también envejece nuestro sistema de defensas. Este proceso se conoce como inmunosenescencia. Significa que el sistema inmune responde con menos eficacia frente a virus, bacterias o vacunas, pero al mismo tiempo mantiene encendida una inflamación silenciosa en segundo plano. Este desequilibrio es una de las piezas clave del inflammaging.
Las defensas de nuestro cuerpo se comunican liberando citoquinas, unas pequeñas proteínas que envían mensajes entre las células. Su función es coordinar la respuesta inmune. El problema es que, con la edad, algunas de estas citoquinas (como la IL-6 o el TNF-α) permanecen elevadas de manera constante. Esto mantiene al organismo en un estado de “alerta crónica” que acelera el desgaste de tejidos y órganos.
El inflammaging no es un problema aislado: se ha vinculado con enfermedades cardiovasculares, diabetes, deterioro cognitivo, cáncer o incluso pérdida de masa muscular.
Uno de los efectos más claros es la fragilidad: menos energía, más dolor, mayor vulnerabilidad. También aparecen alteraciones metabólicas, como resistencia a la insulina.
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No toda la inflamación es mala: la inflamación “buena” es la que sentimos, por ejemplo, cuando nos hacemos una herida o tenemos fiebre: el cuerpo reacciona, actúa y se recupera. Es una herramienta de defensa muy eficaz. El problema llega cuando la inflamación se vuelve crónica y silenciosa, no da síntomas claros, pero va deteriorando la salud lentamente.
Aunque el inflammaging forma parte natural del envejecimiento, no afecta a todos por igual. Algunos centenarios muestran que lo importante no es evitar por completo la inflamación, sino mantener un equilibrio entre señales inflamatorias y mecanismos antiinflamatorios. Es decir: no es tanto vivir sin inflamación, sino aprender a regularla.
Aunque el inflammaging es inevitable, sí podemos reducir su impacto y retrasar sus consecuencias. Los pilares son la alimentación, el ejercicio, el cuidado del microbioma y una buena base de micronutrientes.
La dieta mediterránea es uno de los mejores aliados: rica en frutas, verduras, pescado azul, aceite de oliva, legumbres y frutos secos. Este patrón aporta antioxidantes, fibra y ácidos grasos omega-3, que ayudan a modular la inflamación.
El ejercicio moderado (caminar, nadar, hacer bici o entrenamientos suaves de fuerza) ayuda a reducir la inflamación sistémica. Además, mantiene la masa muscular, que no es solo “músculo”: el tejido muscular libera mioquinas, unas sustancias con efecto antiinflamatorio que benefician a todo el organismo.
Aunque parezca contradictorio, nuestro cuerpo también se fortalece cuando lo exponemos a pequeños retos controlados. Esto se llama hormesis: por ejemplo, el ayuno intermitente, las duchas frías o el ejercicio intenso en cortos periodos. Estos estímulos “estresan” de forma leve al organismo, que responde activando mecanismos de reparación y defensa. Así se mejora la resiliencia y se contrarresta la inflamación crónica.
Un intestino equilibrado es esencial para regular la inflamación. La razón es que la microbiota intestinal (el conjunto de bacterias “buenas” que viven en nuestro intestino) actúa como un auténtico centro de control de la salud.
Cuando la microbiota está en equilibrio, produce sustancias que fortalecen las defensas, regulan la inflamación y protegen frente a infecciones. Pero con la edad, este equilibrio se altera (disbiosis): aumentan bacterias menos beneficiosas que favorecen la inflamación crónica.
Los probióticos, los prebióticos y una dieta rica en fibra ayudan a mantener la microbiota saludable y diversa. De esta manera, el intestino se convierte en un aliado contra el inflammaging, contribuyendo a un envejecimiento más activo y equilibrado.
El objetivo no es apagar la inflamación, sino regularla. Vitaminas, minerales y antioxidantes cumplen un papel clave, ayudando a que el sistema inmune mantenga un equilibrio saludable.
Estos son algunos de los productos recomendados para el inflammaging:
El inflammaging es un fenómeno inevitable, pero no incontrolable. Lo importante no es eliminarlo, sino aprender a equilibrarlo con un estilo de vida saludable. La alimentación, el ejercicio, el cuidado de la microbiota y una base adecuada de nutrientes son claves para mantener la vitalidad.
Si queremos envejecer con autonomía y energía, cuidar la inflamación silenciosa es un paso esencial.
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